MÚSICA PARA TRES, LA NOVELA


 

El escritor argentino cuenta cómo, a partir de un hecho doloroso que le tocó vivir, concibió su novela Hablar solos, publicada en estos días por Alfaguara.

La mano de mi madre

Hace algunos años me tocó el dolor, por una parte tan íntimo y por otra parte compartido con tanta gente, de ver apagarse a mi madre en un hospital. Poblados de pasillos, jerarquías y ceremonias de espera, silenciosos en sus plantas superiores, los hospitales son lo más parecido a una catedral que podemos pisar los descreídos. Mientras ella dormía, yo contemplaba a mi madre y no podía creer su metamorfosis. ¿Es posible encogerse repentinamente? ¿Puede el cuerpo convertirse en una esponja que, impregnada de temores, adquiere densidad y pierde volumen? Ahora mi madre caminaba con torpeza, acercándose paso a paso, igual que en un cuento de Scott Fitzgerald, a la criatura tambaleante que había sido al principio del tiempo. Entonces le apretaba la mano, que tantas veces me había guiado cuando el mundo era enorme y mis piernas muy cortas. Y recordaba a un niño en una bañadera, expectante, desnudo, apretando una esponja.

Despertarse dos veces

La proximidad de la muerte nos exprime hasta hacernos perder nuestras convicciones, supurarlas como un líquido. ¿Es eso una debilidad? Quizá sea una última fortaleza: llegar hasta donde nunca sospechamos que llegaríamos. La muerte multiplica la atención. Nos despierta dos veces. Eso es lo que le sucede a Elena, protagonista de la novela, cuyo esposo Mario cae enfermo: de pronto todo, de lo más doloroso a lo más placentero, se le vuelve urgente. Desde aquella experiencia con mi madre, yo deseaba escribir sobre el papel del cuidador, tan importante como omitido. Un poco a la manera de Tolstoi, nuestro interés narrativo suele concentrarse en el enfermo. Pero ¿qué pasa con quien lo asiste? ¿Cómo se transforma su conciencia? ¿Quién cuenta su historia? En definitiva: ¿cómo vivimos la pérdida y sobrevivimos a ella? De estas inquietudes nació Hablar solos .

Cuidado con los cuidadores

Elena enfrenta la pérdida en sus tres momentos: antes (como temor), durante (como batalla) y después (como duelo), hasta su progresiva superación. Su personaje experimenta un fuerte conflicto ante las actitudes socialmente demandadas a una mujer en circunstancias como las que se narran. El desequilibrante encuentro con el más insospechado de los amantes, junto con el descubrimiento de una nueva forma de sexualidad, la llevarán a una situación límite. Una de las tramas del libro se propone, entonces, iluminar el lado oscuro de madres, esposas y cuidadores en general. Cuya realidad no se limita a la entrega o el sacrificio, sino que también implica un complejo entramado de miedos, deudas pendientes, fantasías perversas. De esas contradicciones hablamos poco. Y de eso habla, a ratos salvajemente, el personaje de Elena.

La carretera del padre

Lito acaba de cumplir diez años, se ve infinitamente más grande que a los nueve y sueña con camiones. Su padre, Mario, siente la necesidad de regalarle un viaje juntos, antes de que sea tarde. A través de la relación entre ambos personajes, me interesaba desarrollar una segunda trama: la mirada infantil, asombrada ante un mundo que empieza, que se amplía y bifurca como las carreteras que recorre con su padre. Si la paternidad es en sí misma un viaje, quizás no haya nada más vertiginoso que viajar con un hijo. Alternando los puntos de vista de Elena, Mario y Lito, la novela intenta reformular la tradición de la road movie . Al inicio amaga con el clásico relato iniciático padre-hijo, para luego adentrarse en la aventura personal, y no menos arriesgada, de la mujer que había quedado excluida del viaje. Como si, en vez de esperar a que Ulises vuelva a casa, Penélope saliera por su cuenta a la intemperie.

Discutiendo con libros

Lectora compulsiva, Elena anota cada uno de sus libros, discutiendo con ellos. Sumergida en las incesantes idas y vueltas que van de la ficción a la experiencia, Elena se pregunta si todos los libros tratan sobre situaciones como la suya, o si su situación la lleva a leer todos los libros en clave personal. Así, a partir de sus lecturas, Elena va improvisando un pequeño ensayo sobre las relaciones entre literatura y enfermedad. «Cuando un libro me dice lo que yo quería decir -escribe-, siento el derecho a apropiarme de sus palabras, como si alguna vez hubieran sido mías y estuviera recuperándolas.» En esa recuperación hay algo que renace.

Trío de voces

Más que con los ojos, leemos y escribimos con el oído. Quizá porque mis padres se dedicaron a la música, mientras yo fracasaba en mis estudios de violín, desde niño tengo la sensación de que la prosa es una manifestación melódica. Sólo me siento capaz de contar algo si lo escucho. Como si el personaje cantara su sintaxis. Los narradores de Hablar solos son el hijo, la madre y el padre, cada uno con su lenguaje propio. Me atraía la idea de explorar las tres modalidades del habla: la mental, la oral y la escrita. El monólogo interior de Lito despliega, ojalá que de forma divertida, los atentos razonamientos de un niño. El monólogo de Mario es una voz adulta que, entre la extenuación y la urgencia, graba su despedida. Finalmente el monólogo de Elena, que reflexiona sobre su intimidad en un diario, es el de la escritura misma. La novela se articula por medio de los cruces y contrastes entre estas tres voces, que dialogan sin saberlo. Solas y acompañadas. Acaso igual que nosotros.

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